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III

Domingo

de Pascua

 (C)

 

III Domingo de Pascua

05.04.2025 (Los redes)

 

 

 


Hechos 5: 27-32, 40-41; Apocalipsis 5: 11-14; Juan 21: 1-19


Si alguien nos pregunta, “¿Cuándo fue tu encuentro más fuerte con el Señor?”, tendemos a pensar en un momento sagrado, como una misa especial o una celebración religiosa, o tal vez durante una confesión cuando estuvimos bien conmovidos por el sentido de perdón. Algunos aun tal vez en la procesión de la Vía Crucis, o al escuchar una predicación que nos tocó al corazón. Probablemente pocos de nosotros van a pensar en un momento de trabajo.

 

Es interesante ver que, en el Evangelio, Juan es el único de los discípulos que reconoce a Jesús en medio de circunstancias rutinarias. Después de pasar la noche sin pescar ni un solo pez, un hombre desconocido aparece y les dice que tiren otra vez sus redes. Ninguno reconoce a Jesús. Lo mismo cuando se llenan las redes, es solamente Juan que reconoce a Jesús. Claro que nuestra atención se dirige a Pedro que se tira en el agua, pero es Juan que tiene la intuición de reconocer al Resucitado. Todos estaban asombrados por la pesca, pero solo Juan tenía la capacidad de descubrir la presencia del Señor en los momentos menos esperados.

 

Los discípulos habían visto al Resucitado dos veces antes de este encuentro. Pero la realidad de la Resurrección era demasiado difícil para entender en unos cuantos encuentros. Si, creyeron, pero no esperaban ver a Jesús en su vida diaria. Cuando los discípulos estaban reunidos, rezando o recordando las palabras de las Escrituras, era posible reconocerle a Jesús en medio de ellos. Pero aquí, en la orilla del lago, en la madrugada, era otra cosa. ¿Qué razón tendría el Resucitado de estar aquí a esta hora, con pan y pescado en las brasas? Era solamente con los ojos de amor y un corazón abierto a lo nuevo que Juan pudo reconocer la presencia del Señor.

 

Lo mismo pasa con nosotros, cuando estaños tan enfocados en lo diario, el trabajo, la familia, o en el ministerio. Tal vez buscamos unos momentos durante el día para rezar, o tal vez de leer la Biblia, pero nuestra atención queda en los quehaceres de la vida. Nos cansan las exigencias de la familia; nos distrae el ruido de la televisión o la radio; nos fastidia la conversación de los compañeros de trabajo; nos aburre la monotonía de nuestros días. Estamos distraídos por la necesidad de ganar suficiente para comer y pagar los gastos. Y claro, nunca esperamos ver al Señor en semejantes circunstancias.

 

Pero es exactamente en estas circunstancias que apareció el Resucitado. No fue suficiente reunirse con su Padre y dejar esta vida mortal que le causó tanto dolor. Jesús no se olvidó de sus compañeros de vida, de sus discípulos que se creyeron abandonados. Quiso recordarles que sus necesidades eran todavía importantes para El. Quiso compartir en una comida, una comida que nos hace pensar en el Eucaristía. Quiso darles un ejemplo de servicio y de acompañamiento.

 

Creo que Juan nos puede servir como ejemplo para nuestra vida. Necesitamos los ojos de amor y un corazón abierto a lo inesperado. Es con una actitud de fe que encontramos a Jesús en medio de la vida. De lo contrario, corremos el peligro de trabajar toda la noche y no conseguir nada. Corremos el peligro de participar activamente, pero de tener las redes vacías al final de la vida. Corremos el peligro de cumplir con todos los requisitos, pero de nunca tener la alegría de descubrir a Jesús a nuestro lado.

 

La misión del cristiano no es hacer cosas extraordinarias, sino de hacer las cosas que hacen todos, con un enfoque diferente. Nuestra misión es de vivir capaces de encontrarnos con el Señor en el trabajo, en la amistad, en la familia, en la diversión, en el esfuerzo, en la alegría, y en el dolor. Nuestra misión es de vivir con toda la riqueza de una vida empapada de la presencia del Resucitado.

 


Sr. Kathleen Maire  OSF <KathleenEMaire@gmail.com>


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